Bienvenida sea la sentencia de la Corte
Suprema de los EE.UU. contra las discriminaciones en los puestos de trabajo a
mujeres lesbianas, hombres homosexuales, con orientaciones bisexuales o trans
(LGBT). Con un voto sorpresa, tanto el presidente conservador como un miembro
que favorece a Trump se posicionaron a favor de la ampliación del veto a las
discriminaciones contenido en las Civil Rights Acts de 1964. “El sexo
cumple un rol necesario e innegable en la decisión de un empleador de licenciar
al personal si es gay o transgénero (...) exactamente aquello que se veta en el
título VII”. Más allá de las hipótesis conspirativas (según las cuales la Corte
habría procedido por meros aspectos formales y el resultado, hoy favorable a
los liberales, mañana se les podría volver en contra), la decisión permitirá
limitar los daños de una discriminación odiosa, de alguna manera conectada (y
secundaria) a la opresión femenina de parte del patriarcado. Ha de subrayarse
el hecho de que la sentencia tome en consideración la orientación
sexual de mujeres y hombres, haciendo cuentas con la existencia de los dos
géneros, verdaderos sujetos de las diversas opciones “sexuales” posibles.
Hoy este argumento, como mínimo, genera
controversias y se ve envuelto en calurosas polémicas, más allá de que se
produzcan en ámbitos circunscritos. El hecho de que no haya rozado a la mayoría
de las mujeres —que algunas pseudoteorías (¿queer? ¿transfeministas?)
pretenden etiquetar como “cisgénero”— no reduce la nocividad de estas
ideologías asaz útiles al dominio vacilante —pero no por ello menos feroz— del
patriarcado. Son concepciones que niegan la legitimidad de la categoría misma
de género femenino, reduciéndola a un artificio cultural o a una impresión
individualmente “percibida”. Así, se multiplican los anatemas de “transfobia”.
No contra los bravucones machistas o contra los padres patriarcas prepotentes,
sino contra cualquiera que defienda la idea de que la identidad femenina o
masculina tiene incluso sustrato biológico, y también contra cualquiera que
diferencie entre una mujer o un hombre que así han nacido de hombres o mujeres
que “están transicionando”. Es este el clima con el que se enfrentan
agresivamente aquellos que “teorizan” la posibilidad de desvincularse
finalmente de la corporeidad (!!??) con toda aquella o aquel que absolutiza el
dato anatómico en sí (como si entre seres humanos la diferencia llamada
“sexual” se redujera al aparato genital).
Es un marasmo dañino, en primer lugar
para la identidad humana (de la que la identificación de género es una parte
inextricable), hoy particularmente amenazada por ideologías y prácticas que
pretenden reducirnos a dispositivos digitales o a dispersarnos en una
animalidad irreflexiva e irresponsable; o exasperar un delirio individualista
que fragmenta la auténtica subjetividad múltiple de cada yo que es
también tú-yo, yo-tú, nosotros… Hoy más que nunca tenemos
la necesidad de reconocer y reafirmar, mejorándolas, las características
salientes y al mismo tiempo dinámicas de quiénes somos. Una especie unitaria,
dos géneros: mujeres y hombres, miríadas de inclinaciones sensuales y
sentimentales; todos nacidos de una mujer, cuerpo que piensa y siente (no de un
recurso tecnológico o de un individuo neutro), que crecen como humanos a través
de relaciones con otros seres humanos. No se puede pensar, humanamente, en
desvincularnos de la corporeidad que somos, así como nuestra biología
está inseparablemente empapada e impregnada por nuestras capacidades de
pensarla mientras la sentimos. El patriarcado decadente usa medios enrevesados
y nuevas servidumbres voluntarias para erosionar la idea de género femenino,
tan preciosa, hoy salvífica, para reconocer entre los dos géneros el más
cercano a la vida y a la vivibilidad y también el más lejano a la guerra, para
identificarse juntos, converger, unirse contra la opresión, para afirmar las
mejores cualidades humanas, potencialmente de todos.
Carla Longobardo
Publicado en La Comune 360