La semana pasada hubo en Bogotá algunas
manifestaciones, relativamente pequeñas pero significativas, en rechazo a la
violación de jóvenes mujeres indígenas por miembros del ejército. El caso que
detonó esta protesta fue el abuso sexual sufrido por una niña de once años del
pueblo embera-chamí en el departamento de Risaralda, en la región andina del
país. Lejos está de ser un caso aislado: gracias a las denuncias de las
personas solidarias y de las organizaciones indígenas y de mujeres está
quedando en claro que se trata de una aberrante práctica sistemática. Además,
en esta protesta hubo quienes vincularon estos hechos con el asesinato de
George Floyd en EE.UU. y quienes también denunciaron la ejecución de numerosos
referentes sociales e indígenas, los mismos que advierten valientemente que los
militares y las bandas de traficantes solo traen balas, enfermedades y
sufrimientos a sus territorios.
La paz todavía está lejos en Colombia,
un país azotado por la violencia. Estas reacciones y protestas, en la medida en
que crezcan en su carácter independiente en relación a la decadente democracia
colombiana, pueden ser fundamentales para horadar la impunidad de estos matones
y violadores de uniforme.
I. R.
09/07/20