El domingo pasado, en la ciudad de Kenosha (Wisconsin) unos policías habían disparado por la espalda a un joven afroamericano de 29 años llamado Jacob Blake, quien ahora está peleando por su vida y seguramente no podrá volver a caminar. El drama se potencia porque hace muy poco fue el caso de George Floyd. Evidentemente la decadente democracia sistémica, incluso en su país capital, es incapaz de dar respuestas aunque sea parciales, evidenciando así sus bases opresivas, racistas y bélicas. Por el contrario, estas son celebradas en la Convención Republicana que lanzó al despreciable Trump a la reelección. Enorme ejemplo de ceguera e inhumanidad irreformable.
Sobre
todo es necesario apreciar la veloz reacción de parte de la gente común de
Kenosha y, en general, de todas las personas que ya se habían movilizado los
meses previos. A las jornadas de protesta en Wisconsin (que lamentablemente
estuvieron marcadas por episodios de violencia protagonizados por sectores
disgregados y reaccionarios), se le suma la importante respuesta de los
basquetbolistas de Milwaukee Bucks, quienes no se presentaron a jugar con
Orlando por estar “cansados de los asesinatos y la injusticia”. Este gesto
impulsó el involucramiento y el boicot a sus partidos de otros equipos de la
NBA y también del básquet femenino, el béisbol y el fútbol. Bienvenidas sean
estas reacciones rápidas y claras. Justamente el gran desafío es hacer crecer
el antirracismo en las conciencias de sus protagonistas y, por lo tanto, que se
vaya sedimentando una identificación humana con los otros y las otras frente al
racismo, la discriminación y la violencia. El reconocimiento de nuestra común
humanidad diferente puede servir de base para construir una convivencia
pacificadora e interétnica, que podría ser la mejor vía para encontrar la
solución a estos males.
I.R.