Las protestas que han explotado en toda Bielorrusia, como respuesta al fraude de las últimas elecciones presidenciales del domingo 9 de agosto, rápidamente asumieron un fuerte carácter antigubernamental contra el poder dictatorial de Lukashenko, en su cargo desde hace ya 26 años. La brutal represión –que incluyó disparos policiales– contra jóvenes, mujeres y todos los manifestantes en general (con quienes nos solidarizamos) hizo expandir la participación a sectores más amplios y transversales de la sociedad como nunca antes se había visto en Bielorrusia con la consigna unánime de “¡váyanse!”.
Junto
a una red capilar de apoyo a las manifestaciones, nacen huelgas en las plantas
industriales con miles de obreros, de manera espontánea y no dirigida, mientras
que crecen las renuncias de periodistas y conductores de la televisión estatal
y se extiende la revuelta en los hospitales, en las universidades y en los
teatros. También desertan sectores de la policía, que se pasan del lado de los
manifestantes. Lukashenko intenta in extremis llamar a nuevas elecciones
luego de una reforma constitucional mientras está perdiendo el control del país
y de los restos de su régimen.
Por
otro lado, no está clara la orientación de la oposición que, más allá de estar
disponible al diálogo frente a las nuevas elecciones –bien vistas también por
la Unión Europea–, resulta ser muy frágil y estar lamentablemente dividida. El
Kremlin, a su pesar, no puede “anexar Bielorrusia” como hizo con Crimea si no
quiere desatar la resistencia de todo un país. Putin, que parece optar por no
salvar a un Lukashenko acaso incapaz de renovarse, se toma su tiempo pero teme
el riesgo de tener que vérselas con un país cada vez menos sometido a Rusia,
con el que proseguir sin disturbios el tráfico de armas y el contrabando de
alimentos, tan útiles en tiempos de sanciones internacionales.
Giovanna
Gualtieri
18/08/2020