En
muchas ciudades norteamericanas finalmente se festeja: muchas mujeres,
numerosos jóvenes, muchos afroamericanos y, en general, quienes representan la
parte más positiva de la sociedad estadounidense están exultantes. De manera
comprensible, porque el veredicto electoral derrotó al horrible Trump.
Fueron
las presidenciales de los récords: Biden es el presidente más votado hasta la
actualidad. Sin embargo parece evidente que las más de 75 millones de
preferencias obtenidas no son por él sino contra Trump. En una de las
elecciones más concurridas de la historia, resultó premiado uno de los
candidatos menos carismáticos que se hayan presentado jamás. Por primera vez,
los grandes canales de noticias bloquearon un discurso del presidente al
afirmar sin términos medios que estaba mintiendo acerca del presunto fraude
electoral que, nuevamente por primera vez con tal vehemencia, era señalado desde
la (ex) máxima autoridad del Estado. Es la primera vez que un presidente
saliente no reconoce la derrota e infringe el rito democrático más importante,
el de un reemplazo pacífico en la Casa Blanca. A este punto llega la enfermedad
que corroe la democracia más grande del mundo, modelo para todas las otras que,
en torno a su liderazgo, son parte del sistema democrático global. Es una
enfermedad que viene de lejos y que no empieza con Trump, si bien la
perversidad del incendiario con peluquín haya acelerado la situación.
La
decadencia en curso es una llaga de la democracia en la que ponen el dedo otros
grandes opresores. De hecho, Pekín declara que va a esperar los resultados
oficiales para felicitar al vencedor. Otra marca de EE.UU. 2020: una mujer, de
orígenes jamaiquinos además de indios, llega a la vicepresidencia. Y declara,
justamente, que es la primera vez y no será la última. Los decadentes
dominantes más atentos han comprendido que, en la crisis del sistema, es
conveniente enfocarse en representantes del género femenino: es algo que
involucra más y sugiere la idea de que hay algún proyecto de futuro mejor. Y
sin dudas Kamala Harris es mucho más movilizante que Biden.
Aún
más, por primera vez a este nivel, en las jornadas de escrutinio, se debieron
proteger las vidrieras con barreras antivandálicas, se vieron micros del
contrincante arrinconados por camionetas de partidarios del presidente a cargo
y fiscales asediados por trumpianos vociferantes. En las semanas de votación,
otros afroamericanos fueron asesinados por la policía y otros hombres blancos
dispararon contra manifestantes antirracistas. Este nivel de violencia, además
de estar firmemente incrustado en la sociedad norteamericana –especialmente a
partir de la, en este cuadro, irresoluble cuestión étnica–, está en crecimiento
y se produce al interior de una sociedad lacerada y disgregada. Biden afirma
desde su primer discurso que “será el presidente de todos”, pero existe una
parte de la sociedad que no estará dispuesta a ser gobernado por él: es el
pueblo de trumpianos también sin Trump, que se enferma de Covid porque sigue la
línea de un presidente mentiroso y obtuso y continúa dándole casi 70 millones
de votos, el pueblo de los blancos pobres del mundo rural o de las zonas
industriales venidas a menos, de aquella gran área de estados centrales que
vimos teñirse de rojo en los mapas electorales, embebida de prejuicios
patriarcales, raciales, religiosos, munida de armas y, al menos en algunos de
sus niveles, dispuesta a usarlas.
Entonces,
nos encontramos ante otra marca de las elecciones norteamericanas que se
sintetiza en el hecho de que Biden ganó al final. Es decir: ganó el cargo más
importante del país que guía el sistema democrático global de dominio
estadounidense; pero este país y este sistema, por lo que han querido ser y por
cómo han querido que se los represente, están en el final, esto es, en pedazos.
Barbara Spampinato
09/11/20