Educarnos, encontrarnos, cuidarnos. ¿De quiénes depende?


Por Mario Larroca. 

El gobierno nacional y los provinciales, con el de Larreta a la cabeza, han presionado hasta imponer un retorno a las aulas “como sea”, más allá de la inexistencia de plan alguno de vacunación al personal docente y no docente y de la imposibilidad de cumplir seriamente con los protocolos vigentes. Cuentan para ello con la servidumbre voluntaria de pequeñas corrientes sindicales enfeudadas al PRO, a la UCR y a sectores del peronismo. Por su parte, los compañeros del sindicalismo opositor de Buenos Aires, entre ellos algunos que se identifican como trotskistas, han formulado denuncias justas sobre el peligro que representa un retorno inmediato considerando el calamitoso estado de muchos colegios. Han organizado asambleas, paros y hasta una campaña de recolección de denuncias filmadas por los propios docentes, pero sin ir más allá del reclamo y la exigencia de inversión al Estado.


Nueva normalidad pedagógica

Los especialistas en Educación, por su parte, han trabajado en la planificación de la enseñanza conscientes de la incertidumbre sobre la cantidad de clases presenciales que podrán dictarse en 2021. Han creado el proyecto de “aula invertida”, que implicaría, exactamente al revés de la tradición escolar clásica, que cada estudiante aprendería el contenido en su casa –en modo “asincrónico”– para luego practicarlo en común en la escuela, bajo supervisión del docente. El objetivo sería dejar para el momento “sincrónico” o presencial aquello que se ha demostrado imposible en 2020 a través de plataformas virtuales, como el diálogo, el debate y el trabajo en grupos. Sin embargo, lejos están de promover un progresivo alejamiento de las pantallas. Hablan de crear una “ciudadanía digital responsable” capaz de fundar “modalidades híbridas” para articular lo virtual y lo presencial.

La didáctica digital ha hecho más evidente las distintas posibilidades de acceso a los dispositivos tecnológicos y a la misma conectividad por parte de cada estudiante. Este tipo de distinción, social y por tanto innatural, de la que es responsable esa minoría inmoral de explotadores y opresores que se enriquecen con la miseria popular, se combina con la natural diferenciación que existe entre los seres humanos, en primer lugar la de género. Esta “mezcla” ha sido históricamente disimulada en las aulas atestadas de jóvenes de las escuelas públicas en las sociedades masificadas, dificultando el reconocimiento de la unicidad de cada estudiante, reduciéndolos a números. De esto los expertos parecen haber tomado nota recién ahora –reconocen como “nuevo problema a abordar” la heterogeneidad de conocimientos y el aprendizaje desigual–, también porque la pandemia ha hecho más visible en muchos estudiantes trastornos de ansiedad y crisis depresivas que el vínculo con la virtualidad promueve. Liberarse de los criterios prepotentes de la instrucción burguesa, entre ellos el de buscar imponer la uniformidad para producir a los futuros siervos del poder opresivo es, también, una posibilidad de educarse para vivir en modo más saludable y feliz.

Primeras respuestas y nuevos interrogantes

Partimos de una certeza: ninguna solución puede pensarse por fuera de nosotras/os mismas/os, esto es, de los seres concretos que representamos y actuamos aprendiendo e, inseparablemente, enseñando. No existe táctica política, novedad tecnológica ni ingeniería pedagógica que pueda desmentir el sentido profundamente humano de la educación. Educarse significa, etimológicamente hablando, sacar afuera y entrenar aquello que tenemos en nuestro mundo interno, nuestras disponibilidades y facultades más íntimas. La instrucción de Estado o de mercado parte de un presupuesto opuesto y falso: educar es transmitir, imponer desde afuera nociones extrañas a cada persona, adoctrinar a las “mentes vacías”.

¿Podemos sustraernos del absurdo contrapunto entre la prioridad sanitaria y la necesidad educativa? ¿Por qué no pensar a ambas como aspectos clave de nuestra existencia y, por tanto, en armonía?

¿Podemos reabrir las escuelas en condiciones de seguridad –limitando la cantidad de presentes de acuerdo a las posibilidades de espacio–, asumiéndonos como protagonistas directos/as y dispuestos/as a aprender a cuidarnos recíprocamente? ¿Es posible, entonces, articular esto con el dictado de algunas clases en parques y plazas?

¿Y si superamos el envenenamiento digital que está dañando a generaciones de niños/as y jóvenes, así como el anonimato y la soledad a la que inducen? ¿Y si elegimos hacerlo en virtud de una relacionalidad interpersonal verdadera y directa? ¿Y si elegimos juntos valores positivos para reconocer y buscar nuestra humanidad más plena y una vida más íntegra de la que empezar a hacer cultura?