Los
militares birmanos, luego de haber denunciado “fraudes” en las recientes
elecciones, han vuelto a tomar directamente las riendas del poder. En realidad,
durante los últimos 50 años, al poder nunca lo habían cedido realmente: habían
permitido que se abriera una “transición democrática”, gestionada por Aung San
Suu Kyi dentro de los confines trazados por ellos mismos, a fin de que pudieran
seguir controlando el país.
Aung San Suu Kyi, la líder depuesta y arrestada, ahora llama a sus partidarios a “no doblegarse”. Premio Nobel de la Paz, ícono de la democracia en el país y aclamada por los regímenes democráticos hasta hace poco, ha aceptado el dominio de los militares, llegando incluso a justificar el genocidio y el terror que han desencadenado contra el pueblo rohingya, una de las minorías étnicas de religión musulmana en un país de mayoría baram y budista.
En los Estados
Unidos, el presidente Biden ha expresado “alarmas” y condenó cautelosamente el
golpe. La Casa Blanca entiende bien de golpes militares, dado que en el pasado,
cuando le convenían, ha promovido muchos: este último no le queda cómodo, pero
hoy en día ya no está en condiciones de moverse
demasiado sobre el plano internacional.
China, aliada y
promotora histórica de los militares birmanos, ha pedido que las partes
involucradas “resuelvan las divergencias, salvaguardando la estabilidad social
y política”. A Pekín le importa mucho que su megaproyecto planetario de una
Nueva Ruta de la Seda -que pasa también por Myanmar- no sufra temblores.
A la política de
toda calaña, birmana e internacional, poco le importa la suerte de la gente
común. A nosotros nos concierne posicionarnos y sentirnos del lado de las
poblaciones del país, rohingya en primer lugar, por su libertad, contra los
militares genocidas, denunciando sus cómplices y amigos.
Piero Neri
Publicado en La
Comune Online el 01/02/21