Por Ignacio Ríos.
Desde que
regresó al poder de Nicaragua en 2007, Daniel Ortega –viejo líder del Frente
Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)– evidentemente se propuso jamás volver
a abandonarlo. En el medio, aquel golpeado país centroamericano pasó de ser una
democracia raquítica, corrupta y violenta a una dictadura autoritaria y asesina
con algo de democracia. En noviembre hay elecciones presidenciales pero ellas
son una broma de mal gusto: el gobierno modificó leyes para mantener bajo
control el mecanismo electoral, prohíbe el financiamiento de los demás partidos
políticos, disuelve sus actos con la policía y veta candidaturas. Hace poco
Ortega mandó directamente a detener a los cinco candidatos opositores bajo la
acusación de “traición a la patria”. Todo esto con el visto bueno de la
izquierda populista del continente y con la “neutralidad” complaciente de
gobiernos como el de Argentina y México. Por supuesto que no sorprende que
chavistas, castristas, peronistas y populistas –históricos enemigos del
protagonismo genuino de la gente común en América Latina– se cuiden las
espaldas. Asombra, eso sí, la absoluta impunidad con la que se mueve Ortega,
quien, en 2018, había reprimido a sangre y fuego grandes y valientes
movilizaciones en su contra. El régimen nicaragüense se vale del temor social
ante el Estado policial, las centenares de víctimas de aquella represión y las
represalias contra sus protagonistas, que incluyen imposibilidad de encontrar
trabajo, el borrado de los expedientes académicos en el caso de numerosos estudiantes
y la obligación de irse del país, lo que acrecienta las caravanas de
inmigrantes. Sin embargo, nada está dicho. Esta descarga de autoritarismo puede
activar nuevamente una reacción de dignidad por parte de la juventud y los
sectores populares más activos, como la de hace tres años.