por Rocco Rossetti
El
domingo 25 de julio grandes movilizaciones populares, motivadas por la
sacrosanta indignación por la gestión de la pandemia, han pedido la caída del
gobierno de Hichem Mechichi, sostenido por el partido islamista moderado
Ennahda. Indignación sacrosanta en un país de 11.6 millones de habitantes, con
más de 17.700 víctimas mortales causadas por el Covid-19 y por el descuido del
gobierno. Hoy, el ritmo de los fallecimientos es de unos 200 al día, con un
porcentaje de vacunación de sólo el 5% de la población.
El
domingo por la noche, el jefe de Estado, Kaiss Saied, con el apoyo del
ejército, ha puesto en marcha una acción autoritaria, forzando sus
prerrogativas constitucionales.
Destituyó
al primer ministro y asumió plenos poderes ejecutivos, paralizando durante un
mes el Parlamento. Se trata de un “autogolpe democrático” que trata de
preservar el futuro del régimen tunecino frente al descrédito que vive el
gobierno y la mayoría parlamentaria.
Los
hechos ilustran la crisis y quizás el fracaso del modelo democrático tunecino,
que había sido presentado como el resultado más avanzado de los procesos de
2011. Las protestas populares se han concentrado contra Ennahda, un partido
presente en todos los gobiernos en los últimos 10 años y que se presentaba como
“heredero” de la revuelta popular que en 2011 puso fin a la dictadura de Ben
Alí. Un partido que se ha convertido en símbolo de un poder que ha
desilusionado las esperanzas populares. Un fracaso madurado en el tiempo por
una situación económica y social cada vez más insoportable, que se ha vuelto aún
más aguda por la emergencia Covid.
Es evidente, en cualquier caso, que en este enfrentamiento interno a las instituciones políticas tunecinas no existe un bando que pueda corresponder efectivamente a las exigencias y a las esperanzas populares.