Zona de guerra en la frontera entre Colombia y Venezuela

Por Ignacio Ríos.

América Latina no es un continente que suela padecer guerras convencionales en el último tiempo. Sin embargo el nivel de violencia es alarmante y, en algunas ocasiones, las confrontaciones armadas adquieren tintes cada vez más bélicos, a su vez insertándose en las cicatrices del pasado y develando la crisis de los Estados. Este último fin de semana, decenas de personas fueron asesinadas en el departamento colombiano de Arauca, cerca de la frontera con Venezuela. Aquella región –que también comprende el estado venezolano de Apure– es una zona prácticamente de guerra ya que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia y los grupos disidentes de las FARC se disputan las lucrativas rutas de contrabando y narcotráfico aprovechándose de la debacle del Estado venezolano comandado por Nicolás Maduro.

Atención: los Estados intervienen y lo hacen de manera sangrienta, aunque solo cuando están sus intereses en juego, ya sea imponiendo pagos o poniéndose del lado de una banda criminal o de otra. Pero la verdad es que, en el día a día, ni el Estado venezolano ni el colombiano tienen demasiada injerencia en esa zona de frontera. Es más: se podría decir que estas bandas armadas se disputan quién es el Estado allí. A cambio del control sobre la economía informal y el narcotráfico, ofrecen seguridad a las poblaciones, imponen penas por robo que pueden llegar a la ejecución, median en disputas de tierras, suministran agua y medicamentos básicos, intervienen en el negocio de la minería y hasta ofrecen trabajo a los inmigrantes venezolanos en la producción de coca. Efectivamente, un Estado dentro de un Estado.

Por eso las confrontaciones armadas entre ellos son tan sangrientas. Naturalmente, las principales víctimas son las personas comunes, los habitantes de esas regiones, los campesinos y las poblaciones originarias, como el pueblo indígena wayuu, hoy en día “gobernado” por los guerrilleros del ELN. Una situación increíble y dramática que plantea la exigencia de la autodefensa y motiva los movimientos migratorios internos y externos, los que deberían motivar nuestra máxima solidaridad.