Por Giovanni Marino
A fines de enero, el ISIS dio una prueba clamorosa de
su capacidad de iniciativa para organizar, de la manera más sanguinaria, el
asalto a una cárcel gestionada por las fuerzas kurdas en la ciudad de Hasaka
(al noreste de Siria) para facilitar la fuga en masa de sus milicianos
prisioneros. El saldo de la batalla, que duró una semana y que involucró
incluso a helicópteros estadounidenses, es de más de 100 muertes entre
asaltantes, guardias, prisioneros y civiles. No se trata de un hecho aislado
sino de la más evidente expresión de una actividad en crecimiento tanto en
Siria como en Irak: solo en 2021, los ataques terroristas en ambos países
fueron cerca de 1500 y las víctimas varios miles pese a que, en 2019, el ISIS
haya sido declarado militarmente derrotado. Por otro lado, no obstante el
parcial relevo militar, los bombardeos “focalizados” de las potencias que
operan en Siria siguen cosechando víctimas inocentes: el último,
cronológicamente, fue el asalto aéreo estadounidense del 2 de febrero a la
región de Idlib –definido como “un éxito” por el Pentágono– que provocó la
muerte, entre otras, de cuatro niños.
La batalla en la cárcel de Hasaka involucró y puso en
peligro a los aproximadamente 750 menores que están detenidos allí desde hace
años y en pésimas condiciones. En todo el país, son miles los menores tras las
rejas, entre los cuales se encuentran también niños muy pequeños: enlistados
para el ISIS a la fuerza en algunos casos, más frecuentemente encarcelados
junto a sus madres, en un limbo donde se padece hambre y frío a la espera de un
juicio que evidentemente nadie quiere o está en condiciones de llevar a cabo.
Los menores en las cárceles sirias actualmente son miles y pertenecen a unas
cincuenta nacionalidades distintas; los Estados de proveniencia les
obstaculizan la repatriación utilizando todos los medios que están a su
alcance. En 2014, los neonazis del ISIS proclamaron un Estado propio en parte
del territorio que se encuentra entre Siria e Irak, apoyándose en una
interpretación ultrareaccionaria del Corán, en el terror generalizado, en la
intención de genocidio de la población yazidí, en la reducción a la esclavitud
de las mujeres. Combatirlos, también militarmente, ha sido la justa y necesaria
elección de muchas personas comunes, empezando por la población kurda y por sus
milicias. Fueron frenados pero no extirpados; a la justa autodefensa popular se
superpuso (y se impuso) la intervención de los ejércitos de las potencias
planetarias y regionales: Estados Unidos, Rusia, Irán, Turquía… Hoy, en el área
de Medio Oriente, diversos factores favorecen el resurgimiento de un escenario
bélico y la proliferación del terrorismo: la general, creciente y caótica
competencia entre los Estados; la reincorporación en el “consenso de las
naciones” de un régimen asesino como el de Al Assad; la hostilidad de todos los
Estados contra las poblaciones empobrecidas y sobre todo contra los inmigrantes
y contra los refugiados.