Hace unos días, el Gobierno lanzó el “Plan
nacional de acción contra las violencias por motivos de género 2020/2022”
comandado por el Ministerio de la Mujeres, Géneros y Diversidades (MMGD). El
plan consta de una multiplicidad de medidas que presuntamente apuntan a la
asistencia, la prevención, la protección y el acceso a la justicia. Se presenta
a sí mismo como un “cambio de paradigma” en el abordaje estatal sobre el tema,
pero en realidad se trata de un intento
cabal de profundizar la cooptación institucional –ya en curso– del movimiento
de mujeres.
La
violencia contra las mujeres es violencia patriarcal
Muchos años costó a las mujeres descubrir e
identificar la violencia sistemática que sufren. Combatiendo argumentos del
tipo “emoción violenta” o “violencia doméstica”, las vanguardias feministas
lograron que se la empiece a identificar en diversos ámbitos como violencia
patriarcal. Es decir, como violencia de los hombres hacia las mujeres por el
solo hecho de serlo. El patriarcado es la sistematización del machismo, una
forma de opresión forjada por sectores de varones para su propio
beneficio, para controlar al género femenino, las niñas y a los niños. Una
opresión milenaria, motivada fundamentalmente por la envidia y frustración
masculina frente a la libertad y la potencia creativa de las mujeres.

La
libertad de las mujeres depende de las mujeres mismas
El “nuevo paradigma” se basa en la idea de
concebir al Estado como principal garante de la vida de las mujeres frente a la
violencia. ¿Cómo? Ponderando el trabajo conjunto de Ministerios y gobiernos
provinciales, aunque estos últimos tendrían la “libertad” de elegir el grado de
su compromiso (también presupuestario). Más allá de lo inverosímil de la
propuesta –basta ver la resistencia activa de las autoridades locales a la
aplicación de un protocolo tan elemental e insuficiente como la ILE– el sustrato de
esta idea es claro y peligroso: las mujeres están ausentes. No hay nada nuevo
de fondo en la propuesta del gobierno. Es constitutivo del peronismo buscar
aplastar o institucionalizar a sectores de la sociedad que se radicalizan. A
las pruebas nos remitimos: el plan anuncia la promesa de financiamiento para
las organizaciones sociales y comunitarias que
deseen “colaborar” con su política. El chantaje es total. Es muy
importante no caer en confusiones: el proyecto tiene algunas, muy pocas,
medidas que pueden ser útiles para aliviar en parte la situación extrema de las
mujeres violentadas, como ser la promesa de mejoramiento de los refugios o de
alguna asistencia económica temporal a las víctimas. Pero son harto
insuficientes y son promesas que, de ser incumplidas, habrá que exigirlas, como
siempre tuvimos que hacer frente a cada concesión ganada. De todas formas, lo
fundamental es que no es posible delegar y confiar el “cuidado integral” –como
el plan mismo reclama– de nuestras vidas
en instituciones que cotidianamente, y desde siempre, son garantes (y
promotoras) de la violencia hacia las mujeres, a las que dejaron hace cuatro
meses encerradas con sus golpeadores en sus casas, a las que abandonan en los
prostíbulos de los que son clientes jueces, políticos y policías, por poner
solo algunos ejemplos.
Venimos advirtiéndolo y debemos estar alertas:
el gobierno peronista avanza en su intento de aplastar o borrar el protagonismo
directo e independiente indispensable de las mujeres en la búsqueda de su
propia liberación. La libertad de las mujeres depende de las mujeres mismas,
nuestra independencia es fundamental. Por eso, desde hace años, apostamos a
construir y fomentar un compromiso estable, independiente y solidario entre
mujeres que promueva el protagonismo directo en el pensamiento y la acción para
delinear un camino propio de libertad y de vida más benéfica, para las mujeres
y para todos, combatiendo al patriarcado y sus instituciones, denunciando sus
trampas y engaños.
Ana Gilly