El adiós a Maradona: “Yo me equivoqué”… ¿En qué?


Para quienes tenemos 50 años o más, el amor por el juego de la pelota es inseparable de la fascinación que su más genial intérprete nos ha despertado desde sus inicios. No más de una veintena de cuadras separaban las duras veredas del barrio de Villa Urquiza donde quien escribe jugaba con sus amigos de la infancia, de la cancha del club Argentinos Juniors, hoy Estadio Diego Maradona, donde el genio comenzó a deslumbrarnos. Allí aprendimos a conocer y descubrir el significado de algunos conceptos abstractos –posesión del balón, marca en zona o ruptura de líneas– gracias al estímulo que su magia representaba para “entender de fútbol” y que nuestros sentidos podían apreciar directamente al observarlo. Porque no había uno solo entre los jóvenes del barrio que no hubiera exigido a algún mayor de su confianza que lo llevara a ver al Bicho de La Paternal, donde jugaba Pelusa. Nos animamos a tirar nuestras primeras gambetas o incluso algún caño, y aprendimos a jugar más en equipo también para compensar la inexistencia de una individualidad que per se pudiera hacer semejante diferencia. El intento de imitarlo nos impulsaba a desplegar otras facultades, como la imaginación creativa y la inteligencia, aspectos que por entonces no estábamos en condiciones de comprender mas sí de experimentar y disfrutar.

La irrupción de Diego confirmaba lo que Dante Panzeri afirmaba en su libro Dinámica de lo impensado. Con él se buscaba derribar el mito de que en el fútbol toda planificación de orden táctico debía ser concebida al estilo de una ciencia, dado que no es posible prevalecer en el juego sin depender de la capacidad individual de los jugadores (para mí, de su capacidad individual y de potenciarse asociándose). Y verdaderamente no parecía haber arquero ni plan de juego que pudiera contener al Diez.

No puedo ni quiero, sin embargo, dejarme arrastrar por la tormenta emotiva anti-reflexiva que promueve cada vez con mayor descaro la burguesía decadente. No puedo ni quiero que la felicidad que he sentido en el extraordinario gol a Inglaterra –que nuestras retinas atesorarán por siempre asistidas por la facultad de la memoria– me conduzcan al relativismo moral y al vacío ético, como ocurre con tantos panegiristas, a uno y otro lado de “la grieta”. 

¿Qué nos está queriendo transmitir el escritor Eduardo Sacheri con su cuento “Me van a tener que disculpar”, relatado por Alejandro Apo? Que si bien está aceptado que se puede ser una persona de bien acogiéndose a criterios comunes de vida y de convivencia, podríamos hacer alguna excepción y sacrificar nuestros juicios éticos porque de todas maneras no es posible para las personas sustraerse a sus afectos y pasiones. Por lo tanto, habría un personaje (Maradona) que haría a este escritor “incapaz” de juzgarlo con la misma vara con la que se juzga al resto de los seres humanos. Lo disculpa porque siente “que le debe algo que hace posible desear que el tiempo y la memoria se hubieran detenido para siempre”: los dos goles a Inglaterra en el Mundial de 1986. Sacheri rescata la doble vara para juzgar la vida y a las personas y al mismo tiempo pondera la lógica bélica: “…No es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. (…) Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha.” Así se habilita la transformación de algo tan bello como el verde césped y tan apasionante y saludable como la práctica del fútbol en un campo de batalla en el que dirimir, con la rabia y la sed de revancha como estandartes, un enfrentamiento –la guerra de Malvinas– con el que una dictadura genocida ha buscado legitimar sus crímenes. La apelación a un patriotismo tan absurdo como perverso completa el panorama en nombre del cual se amnistía al hombre que nos hizo amar al fútbol. 

Me va a tener que disculpar, señor Sacheri. Usted está por detrás de la propia, aunque insuficiente, autocrítica de Maradona: “yo me equivoqué y pagué”. Incluso, si hubiera algo que podría cualificar algún juicio positivo acerca de Maradona no es precisamente un gol, sino su actitud en general solidaria con los jugadores  y sus reclamos laborales, así como de denuncia de los sucios negocios de la FIFA y la corrupción de empresarios y multimedios de comunicación. Lo cual no me alcanza para perdonarle la despreciable y patriarcal actitud asumida hacia las mujeres y las/os hijas/os, como tampoco apacigua mi sentimiento junto a las mujeres que lo han denunciado por prepotencia machista. Su tentación por codearse con los poderosos lo ha llevado a apoyar a los últimos gobiernos peronistas, desde Menem a los kirchneristas, a celebrar con Videla y Alfonsín, y a no dudar en mantener estrechos vínculos con la Camorra napolitana y con algunos dictadores –democráticos o autocráticos– criminales como Fidel Castro, Muamar Kadafi, Hugo Chávez y Maduro. 

“La vida (es una) tómbola”, nos decía un tema de Manu Chao de 2007 que puede escucharse en el documental que Emir Kusturica dedicó a Maradona. Con ello buscaba homenajear al ídolo sancionando que “si fuera Maradona, viviría como él”. Nos preguntamos: ¿es la vida una lotería en la que hacemos lo que nos pinta más allá del bien de los otros “porque el mundo es una bola que se vive a flor de piel”?

¿O puede ser concebida como un duro y complejo camino de elecciones de vida en base a valores morales y a una búsqueda de integridad a compartir con otros? ¿No estaba al alcance de Diego elegir orientar su sensibilidad con los que sufren sustrayéndose auténticamente de la putrefacta y alienante vida burguesa que lo rodeaba y que terminó por absorberlo? ¿No puede acaso un varón que se hace conocido por su idoneidad y destreza en alguna disciplina sustraerse del prototipo del macho nacional que goza de la complacencia popular?

Mario Larroca