Por
primera vez en la historia, en este 2020 el gobierno de EE.UU. mandó a la
muerte a más personas que todos sus estados juntos.
Hoy se
están ejecutando condenas federales durante la transición entre el presidente
saliente y el electo. No sucedía desde hace 130 años.
El 10
y 11 de diciembre, con pocas horas de diferencia, Brandon Bernard y Alfred
Bourgeois, ambos afroamericanos, fueron asesinados por medio de inyección letal
en la penitenciaria federal de Terre Haute (Indiana). Había habido otra
ejecución justo después de la elección de Biden y una cuarta está prevista para
la víspera de su establecimiento en la Casa Blanca: una mujer, por primera vez
en 70 años.
En
ningún caso es tolerable la pena capital. Es el estigma de la violencia estatal
absoluta de la democracia norteamericana y de otros regímenes, como el iraní
que el 12 de diciembre dio muerte al exlíder de la oposición, Ruhollah Zam.Todos
los Estados son canallas. Y más aún lo es un expresidente como Donald Trump,
que reparte sentencias capitales luego de que sus demandas contra presuntos
fraudes hayan sido refutadas por todas las cortes, incluida la Corte Suprema a
pesar de que estaba confeccionada a medida. Matar el mayor número posible de
detenidos condenados a muerte es el acto extremo de la maniática fijación de
Trump por el poder, quien luego de la capucha del Ku Klux Klan se pone
finalmente esa que le sienta mejor: la de verdugo. Numerosas voces se hicieron
sentir en EE.UU. contra esta enésima y última atrocidad, la más grave de su ya
horrendo mandato, aunque las leyes democráticas le dan la oportunidad de
llevarla a cabo. Momento de reflexionar acerca de las garantías que puede
ofrecer un sistema que confiere a un bravucón visceral como Donald Trump el
derecho de quitar vidas.
Barbara Spampinato
17/12/2020