Ucrania y Rusia: peligrosos vientos de guerra

Por Karl Werner.

A comienzos de diciembre, el presidente Putin destinó miles de soldados a la frontera con Ucrania con el pretexto de impedir el tan temido ingreso del Estado ucraniano en la OTAN con el consecuente fin de la histórica dependencia de Kiev respecto a Rusia y la aparición de una amenaza en el “patio trasero” del Kremlin. Una demostración de fuerza también destinada a disipar dudas sobre la capacidad de la Federación Rusa de mantener intacta y firme su influencia sobre las repúblicas de la ex-URSS, sacudidas por las recientes movilizaciones populares en Bielorrusia.

Estados Unidos y la Unión Europea denuncian las maniobras militares de Moscú en nombre de la defensa de la soberanía del Estado ucraniano y anuncian represalias de carácter económico, aunque disimulando mal incomodidades y nerviosismo. De hecho no se pueden permitir romper relaciones con Putin por numerosas razones, que van desde la dependencia energética de los países europeos hasta la preocupación de los norteamericanos de que Moscú estreche aún más orgánicamente una alianza con China, lo que desde hace años se manifiesta en numerosos terrenos de carácter estratégico.

Muchos sostiene que Putin solo busca, en realidad, obtener una ventaja político-diplomática sin embarcarse en una acción militar desestabilizadora y llena de incógnitas y peligros para el régimen del Kremlin. Sin embargo, bien sabemos que cuando los Estados se preparan para la guerra, a menudo la terminan haciendo, impulsados por su imparable lógica bélica que está en la base de su fundación y de la defensa de su propia existencia. En este caso, el antecedente es demasiado reciente como para no alarmarse: en 2015 Putin invadió extensas zonas del territorio ucraniano anexionando impunemente Crimea e intentando ocupar militarmente toda la región minera del Donbass. Esta última aún está en disputa entre dos Estados después de una guerra que duró tres años y que causó más de 10.000 muertos y cerca de 25.000 heridos. La que pagó el precio más caro es la población ucraniana constreñida a un éxodo masivo hacia los países limítrofes, en primer lugar Polonia, donde los inmigrantes ucranianos hoy son cerca de un millón. Entre ellos, muchos de los diez mil desertores que huyeron de las bandas paramilitares conformadas por el presidente ucraniano Poroshenko que iban de casa en casa para enrolar a los jóvenes a la fuerza. Esta es una demostración de que el nefasto expansionismo gran-ruso –el cual reabre las heridas de terribles dramas históricos del pasado reciente– no puede de ninguna manera ser combatido en nombre del revanchismo nacionalista, no menos obtuso y reaccionario, promovido por el régimen ucraniano.