Por Jacopo Andreoni
Theranos
es un nombre que hace temblar a Silicon Valley. Es la start-up fundada
en 2003 por Elizabeth Holmes que iba a revolucionar el mundo de la medicina:
con una sola gota de sangre, una máquina supuestamente iba a poder realizar
hasta 240 análisis distintos en muy poco tiempo. Una máquina portentosa y
prodigiosa que simplemente no funcionaba. Sin embargo muchos inversores –entre
ellos las empresas de hi-tech más reconocidas– sí creyeron en ella y
financiaron a Holmes por centenares de millones de dólares hasta que un
artículo de The Wall Street Journal reveló la verdad, incriminando a la
tecno-estafadora. Por estos días llegó la sentencia: Elizabeth Holmes fue
condenada en California.
Con
este caso se deshilachó, quizás definitivamente, esa áurea de infalibilidad que
rodeaba a Silicon Valley: no se trata del edén del futuro, todo lo contrario.
Los grandes colosos de la informática y de internet (Theranos era uno de ellos)
fracasan, mienten y hacen trampa. El motivo, evidentemente, es porque el
permanente y único motor de la obsesión digital es el afán de lucro.