Por Giovanni Marino.
Un tribunal alemán condenó a Anwar Raslan a cadena
perpetua por crímenes contra la humanidad. El hombre, responsable de homicidios
y torturas, estuvo a la cabeza de los servicios secretos sirios, la cruel
máquina aún en actividad en cuyas cárceles han desaparecido más de 100 mil
personas. Es una sentencia importante porque reconoce la culpabilidad de un
jerarca de primer plano del régimen que por diez años ha conducido y todavía
conduce una guerra desalmada contra su propio pueblo, culpable, en el 2011, de
haber dado vida a una extraordinaria y pacífica revolución.
La condena es el resultado del coraje y de la tenacidad de los refugiados sirios que lo reconocieron y denunciaron y que, de a decenas, fueron al tribunal para declarar. Ningún mérito, en cambio, se puede atribuir a la Europa democrática que, si una vez abrió las puertas de los tribunales, otras miles cerró sus fronteras: discriminados y muchas veces rechazados, los refugiados sirios se arriesgan incluso a ser repatriados por parte del gobierno danés, es decir, entregados al verdugo todavía en el poder. Es necesario, en primer lugar, denunciar la culpable e hipócrita normalización de las relaciones con la Siria de Al Assad que, en distintas medidas, compromete a los Estados Unidos, a Europa, a los Estados árabes e incluso a Israel. Desde las reaperturas de las embajadas a las visitas de Estado, pasando por su readmisión en organismos internacionales; la última, en Interpol, un posible instrumento en manos de los torturadores para perseguir a los opositores también en el extranjero.