El corazón negro de la democracia israelí

Por Fabio Beltrame

Una de las promesas electorales más significativas hecha por los integrantes del actual gobierno israelí de extrema derecha fue la de debilitar el sistema judicial, limitando los poderes de la Corte Suprema y del procurador general, y cambiar el Código Penal. Esto habría tenido el efecto, entre otras cosas, de anular las numerosas acusaciones y los eventuales procesos por corrupción contra el premier Netanyahu. Pero el camino emprendido por el gobierno es evidentemente más tortuoso e imprevisto ante la creciente intolerancia de la sociedad israelí. De hecho, las manifestaciones populares en defensa de la autonomía de la Corte han abierto una crisis que no es exagerado definir como histórica, rompiendo, al menos hasta ahora, con la tradicional indulgencia ideológica de la sociedad civil hacia el Estado sionista. Mientras Benjamin Netanyahu quiere desembarazarse burdamente de cualquier residuo de controles y contrapesos –esto es, de la independencia de la magistratura– e ir hacia una democracia no-liberal al estilo Orban, una parte consistente de la sociedad israelí ha impuesto, al menos momentáneamente, un freno a la arrogancia y el autoritarismo del gobierno. La grave crisis abierta –en muchos evoca directamente el riesgo de una guerra civil– se inserta también en los cambios de la política israelí en Cisjordania, que al menos en los últimos diez años van hacia una definitiva anexión, con una escalada de agresiones de parte del ejército, de la policía y de los colonos que tuvo su punto álgido en la reciente incursión violenta, en medio de los ritos del Ramadán, en la explanada de las mezquitas en Jerusalén. Aparentemente, la permanente agresión israelí contra el pueblo palestino y la encarnizada violación de los derechos de los palestinos que viven en Israel estuvo en gran parte ausente en las manifestaciones, pero presente implícitamente en al menos una parte de los manifestantes. Para los grupos pacifistas como News from Within o Tikkun Olam ("Reparar el mundo") y otras numerosas asociaciones por los derechos humanos y exponentes históricos del antisionismo como Leah Tsemel, Michael Warshawsky, Sarah Epstein o Neta Golan, la autonomía de la Corte significa también la posibilidad de frenar –como sucedió también recientemente– la continua expropiación y anexión de facto o de iure de los territorios palestinos. Esto iría más allá de un posible margen jurídico al que apelar contra la violación de los derechos humanos y civiles de los llamados “árabes” israelíes o frenar el deterioro de las condiciones de los palestinos en las prisiones de Israel. De hecho, el actual gobierno de Netanyahu no tiene precedentes incluso en esto, porque los colonos israelíes que sostienen las políticas supremacistas hebreas ahora desempeñan poderosos roles ministeriales y tienen el explícito objetivo de anexar la Cisjordania ocupada con “la erradicación” de los palestinos, negándoles incluso su existencia histórica. La crisis que se inició está sacando a la luz el corazón negro de la democracia israelí: el autoritarismo interno y la guerra contra el presunto “enemigo” externo.