Son razones humanas las que explican el empobrecimiento
de millones de personas. Más precisamente, es la rancia inmoralidad de
los poderosos –políticos y empresarios– el principal motivo de tanta
precariedad. Se esconden detrás de tecnicismos capitalistas para decir, por ejemplo,
que la brutal inflación es por la excesiva emisión de billetes, por el gasto
público, o por las dos cosas juntas. Lo que no dicen es que la escalada de
precios empieza por la codicia salvaje de la burguesía oligopólica que
aumenta los costos para engrosar sus arcas. Esta es una de las razones principales
que empuja la devaluación del peso. Los salarios se pulverizan, pero no así sus
ganancias. Porque estos mismos sectores son los que corren a cambiar sus pesos por
dólares, haciendo aumentar la demanda del billete verde. Y a esta especulación miserable
la llaman “tensiones cambiarias”. A la fiesta de la usura acuden los
agroexportadores y las mineras que esconden los dólares cobrados (de eso se
trata la famosa “sub-liquidación de divisas”) exigiendo más privilegios en el
tipo de cambio. El gobierno les brinda plenas garantías con variaciones de la moneda
yanqui: creó el “dólar agro” para que las divisas entren al Banco Central (y
salgan para pagarle al infame FMI). Claro que la burguesía financiera no se
queda atrás y reclama su parte. Para ellos, el dólar “MEP” (entre otros) con el
fin de atraer sus billetes. “Bajar el déficit fiscal” implica o implicará,
despedir trabajadores estatales, acumular dinero a través de tarifazos y
ajustes contra la gente común, al tiempo que se exime de tributos a los
millonarios. Y para “atraer capitales internacionales” están decididos a
congraciarse con las grandes multinacionales, destruir la naturaleza y la vida
que la rodea, tal es su ambición con la explotación del litio. Mención aparte merece
la “dolarización” del neofascista Milei: es la traducción de su tan mentada idea
de libertad para explotar, acumular y especular desamparando a las mayorías y
dejándolas a merced de la lógica perversa de los mercados.
Muchas personas bien intencionadas sostienen su esperanza
en “instituciones fuertes” que combatirían el frenesí del capital. Pero, pasados
40 años de la feroz dictadura militar, cabe preguntarse si no fue justamente al
amparo del Estado democrático que se consumó esta debacle. Porque detrás de la política
democrática están las armas para proteger los intereses de los opresores. Para
ellos, la economía es un escenario de guerra en el que cada persona, cada
pueblo y hasta la naturaleza primera están sometidas a la explotación voraz.
Están motivados por el egoísmo y la ambición, propios del espíritu corrupto y
propietario burgués, bien custodiados por los gobiernos. El capitalismo
expropia a las grandes mayorías de sus bienes y también intenta despojarlas de
sus mejores recursos humanos.
Pero la economía no está encerrada en palacios y
bolsas, es una actividad enteramente humana que remite al modo en que las
personas organizan una parte de la vida material para vivir bien y en comunidad.
Y, como tal, podemos elegir cómo concebirla y practicarla. Es posible pensar
una economía motivada por la defensa de la dignidad de los últimos. Una economía
de la cooperación, de la amistad, del apoyo mutuo y para el bien de todos, en
una nueva relación con las distintas especies animales y vegetales. Porque
también en el terreno económico está el factor electivo que puede irrumpir
benéficamente o, como hace la burguesía, corromper las relaciones humanas. Esto
es un dilema moral y ético que no se resuelve con medidas estatalistas, como
las que sugieren los compañeros del FIT. Porque estas no implicarán un
crecimiento de la conciencia y de una práctica alternativa y solidaria (mucho menos,
socialista) de los de abajo, ni la superación de la corrupción moral burguesa que
tanto se expande en la misma sociedad mediante el arribismo y el oportunismo.
Hay expresiones alentadoras que insinúan buenos
recursos humanos (no estatales ni mercantiles) para vivir mejor. Por ejemplo,
la dedicación cotidiana de las mujeres para garantizar necesidades elementales como
la alimentación, la vestimenta y el cobijo, y no solo en el seno de la propia familia.
En este país, 10 millones de personas se alimentan gracias a los 8 mil
comedores y merenderos comunitarios, donde los niños y las niñas son una
prioridad. También existen redes de pequeños productores que se sostienen entre
sí produciendo de manera agroecológica y sorteando la especulación de los intermediarios.
Elegir la unión solidaria, y no “la supervivencia del más apto”, para
afrontar la emergencia es más útil, porque fomenta relaciones benéficas, porque
compartir nos hace más ricos e incluso más fuertes a la hora de combatir
a las patronales. Así, podremos desafiar la pesada loza cultural de la dependencia
estatal, fomentada en primer lugar por el peronismo con sus redes clientelares,
y ponernos en condiciones de luchar por más recursos para los emprendimientos sociales
cuando sea necesario, pero defendiendo siempre la independencia de
criterios para autogestionarlos.
Para pensar la economía como intercambio humano, es
necesario abrazar una visión de conjunto alternativa y desafiar concepciones opresivas
que la reducen a un esquema alienante del hacer cuantitativo y repetitivo.
Desafiar, también, la idea de que estaríamos determinados por nuestra condición
económica o por el origen social, una visión unicista y engañosa que parte de
la supuesta incapacidad de transformar nuestra vida material junto a los demás.
Por el contrario, es mejor comprender que con nuestras cualidades es posible afrontar
la precariedad construyendo relaciones económicas en razón de quiénes elegimos ser:
personas mejores y diferentes de la burguesía, en cada aspecto de la vida.
Comité de Redacción