Piqueteros: el desafío de abrir nuevos caminos (parte I)

Por Mario Larroca
Hace 27 años, en junio de 1996, los habitantes de Plaza Huincul y Cutral Co (Neuquén) cortaban la ruta que atraviesa esos pueblos frente a la privatización de la estatal YPF, que dejaría a un 70% de sus trabajadores en la calle. Permanecieron allí varios días debiendo afrontar amenazas y la represión de la Gendarmería. Un tiempo después, el método del piquete era replicado en General Mosconi y Tartagal, ciudades petroleras de Salta, se extendía de ahí en más desde la periferia hasta el centro del país como catalizador de exigencias diversas de los sectores más castigados por la década infame menemista.
A decir verdad, los piquetes fueron parte de un conjunto más vasto de manifestaciones novedosas de la emersión humana –junto con las revueltas populares en provincias del noroeste, los saqueos a hipermercados y las tomas de tierras que devinieron asentamientos– cuyo carácter “inorgánico” causaba zozobra entre los poderes opresivos, como mínimo desde 1989 en adelante. Es que, al menos en sus orígenes más auténticos, estas expresiones escaparon en mayor o menor medida del control de los históricos aparatos sindicales,  políticos y barriales del peronismo, lo que implica siempre un riesgo para el funcionamiento “normal” de las instituciones de la democracia. Porque lo esperable frente a las privatizaciones era que la reacción de los trabajadores se diera en el marco de los cuerpos orgánicos de la burocracia sindical, hecho que sí ocurrió en el caso de los metalúrgicos, ferroviarios y telefónicos, entre otros gremios.
Este origen empíricamente independiente y disruptivo de los piquetes no podría explicarse sin el protagonismo especial de las mujeres en lo que hace al sostén concreto y al involucramiento de las poblaciones en la lucha. La liberación de energías femenina significó un decisivo impulso moral para la activación de sus compañeros despedidos, muchos de los cuales dudaban entre acogerse o no a la trampa estatal y patronal del retiro voluntario. Volvieron a estar en la primera fila en 1997 apoyando a los docentes, desocupados de YPF y Fogoneros (jóvenes de los barrios más humildes). El piquete continuó hasta el 12 de abril, cuando una brutal represión de la Gendarmería y de la policía de Neuquén dejó un tendal de heridos y una víctima fatal: Teresa Rodríguez, de 24 años, cuyo crimen sigue impune.
Los renovados aires de libertad coincidían temporalmente con las revoluciones populares antiburocráticas que derribaron a las feroces dictaduras estalinistas en el este de Europa. Esto podía representar para las vanguardias un estímulo a la superación de sus enfoques político-estatales de la transformación humana. Pero no. Intelectuales progresistas y organizaciones de la izquierda argentina encontraron en los piqueteros el instrumento de una “nueva politicidad” capaz de ejercer presión para disputar “desde adentro” porciones de poder del Estado. El predominio de estas visiones allanó el terreno a la institucionalización ulterior del movimiento piquetero, se desvanecieron las tensiones a la dignidad, a la solidaridad y a cierto comunitarismo que fueron el verdadero soplo vital de aquel protagonismo humano directo. ¿Cómo se entiende si no que haya sido en el marco de la llamarada revolucionaria de diciembre de 2001 (la más alta y, también, contradictoria expresión de radicalización humana de los sectores medios contra la política y por la gestión directa de la sociedad en movimiento) que los “pobres estructurales” y los “nuevos pobres“, superando mutuos e históricos prejuicios clasistas, se hayan confiado juntos al grito de “piquete y cacerola, la lucha es una sola”?
No por casualidad una de las primeras estrategias del gobierno de Néstor Kirchner en 2003 para recuperar la gobernabilidad burguesa fue el desmantelamiento “amistoso” de las asambleas populares y la cooptación de la mayoría de las organizaciones piqueteras, destinando a ellas importantes recursos del Estado. Pero, más allá de los propios déficits de conciencia y cultura alternativa propios, aquella restauración del orden en clave caudillista no podría entenderse sin esa verdadera revancha burguesa que fue la masacre del Puente Pueyrredón de junio de 2002, ejecutada por el gobierno peronista provisorio de Duhalde-Solá-Aníbal Fernández que acabó con la vida de los compañeros Maxi Kosteki y Darío Santillán.
Nuestra irrenunciable y nunca acrítica solidaridad con los últimos nos conduce a defender a las personas que cortan la calle para abrir un camino. Caminos que podemos repensar y recorrer juntas todas las personas voluntariosas que buscamos el bien y la libertad contra el egoísmo y la maldad de los poderosos y de los que, también desde abajo, aspiran a serlo.

Publicado en Comuna Socialista 82