✒ Ignacio Ríos
La realidad es que tanto la “vía pacífica” como la “vía armada” suponían la creencia en un socialismo de Estado fruto de transformaciones implementadas de arriba hacia abajo, desde un aparato estatal al que se accede legalmente o bien con un asalto militar. Al día de hoy, estas concepciones siguen pesando en la izquierda, todavía creyente en un cambio social totalizador que, además de que solo puede implementarse desde el Estado (instrumento de opresión y guerra, sin excepción), siempre implica autoritarismo.
Aquellas medidas de la UP no fueron del agrado de los rabiosos sectores concentrados de la burguesía local e internacional que, amparados por el inicio de una crisis económica, realizaron una huelga o lock-out patronal en octubre de 1972. Lo que no se esperaban fue que las y los trabajadores habrían de responder tomando las fábricas y poniendo en pie Cordones Industriales, Comités Coordinadores y Comandos Comunales a través de los que se autoorganizó la producción y distribución sin patrones. También eran ámbitos de discusión sobre la situación y de defensa en común de los ataques armados de la derecha. Este rico proceso –lo más cercano que hubo en Chile a una revolución social– había logrado detener temporalmente a la derecha y a sus intenciones golpistas, pero no era bien visto por el gobierno. Allende y los suyos estaban más interesados en las negociaciones parlamentarias y en el acercamiento con sectores de las Fuerzas Armadas que, insólitamente, ingresaron a su gabinete. Esto habla del verdadero carácter de la UP, temerosa de la radicalización social y cuyos partidos políticos llamaban a sus afiliados a no sumarse a los Cordones Industriales y a levantar las tomas de fábricas. Esta confusión y dispersión debilitó a los sectores populares que, más allá de algunas resistencias aisladas, ya no tuvieron la fortaleza para detener un golpe como el del 11 de septiembre. Se trata de la consecuencia concreta de aferrarse a los criterios burgueses dominantes, lo que, a la hora de la verdad, terminó por obstaculizar la gran experiencia de autoorganización popular de los Cordones, el mejor recurso que había para frustrar los planes de Pinochet y su banda de asesinos.
A diferencia de lo que pasó con la dictadura militar argentina, la transición a la democracia, consumada en 1990, fue conducida por el mismo régimen militar. A pesar de las protestas y las investigaciones por violaciones a los derechos humanos, Pinochet nunca fue juzgado por sus crímenes, continuó siendo Comandante en Jefe de las FF.AA. y luego senador vitalicio, lo que lo protegió de los procesos judiciales en su contra. Solo estuvo temporalmente tras las rejas en ocasión de un viaje por salud a Londres, donde lo apresaron por sus delitos. Poco después sería liberado y regresaría a Chile, donde murió en 2006, recibiendo honores fúnebres por su carrera militar, además de que la Constitución que promovió en 1980 es la que sigue vigente en el país.
La dictadura militar chilena de 1973-1990 demuestra hasta dónde son capaces de llegar las minorías para fortalecer su dominio, pero también, lamentablemente, dejó un agrio sabor de impunidad que todavía pesa como un irresuelto y constituye una afrenta para la dignidad humana y su memoria.
Publicado en Comuna
Socialista 85